Para leer la primera parte de "Peones detrás de una vitrina" debes ir al blog de mi querida compañera Linda Ravstar. Este relato participa en Proyecto Para Dos de Reivindicando a Blogger.
*Hambre, señal, intención, entierro, desafortunado*
Diana esbozó una sonrisa de puro placer maquiavélico cuando escuchó el
sonido de la cerradura al abrirse. Mientras le daba una gran calada a su
cigarrillo de tabaco rubio, giró la lujosa silla de escritorio en la que
esperaba para poder ver la cara de Javier en cuanto cruzase el umbral de la
puerta.
―Has tardado menos de lo que me esperaba ―dijo, con esa sonrisa clavada en los labios.― ¿Has
vomitado?
―No, no lo he hecho―, murmuró el chico mientras se quitaba el abrigo y la
bufanda, dejando ver el rostro a su mentora.― Debo reconocer que me ha
resultado demasiado…satisfactorio.
Javier alzó la mirada y le entregó la pequeña caja de madera a Diana.
Mientras la mujer observaba su contenido, el muchacho se fijó en las
expresiones de su admirada maestra: esos ojos verdes, muchas veces serios,
ahora brillaban con expectación; sus labios dibujaban una mueca de deseo
contenido, mientras sus manos se abalanzaban prácticamente hacia el contenido
de la caja. Javier comprendió que ella disfrutaba más que él con todo aquello,
a pesar de ser él el protagonista de aquella noche. Diana lo miró con orgullo,
se levantó y le plantificó un sonoro beso en la mejilla. El muchacho supo así
que había completado el primer módulo con éxito.
―Ve a lavarte, no debes llegar tarde a casa. Hoy ha sido una noche larga y debes
descansar. Ya sabes qué hacer con la otra ropa, y yo colocaré mientras tanto esta
preciosidad en la sala.
Javier asintió con la cabeza y se retiró de la sala. Cruzó el pasillo del
enorme apartamento de Diana y se dirigió a una pequeña estancia, detrás de la
cocina, en la que estaba la caldera. Al lado de la misma, un pequeño horno de
fuego llameaba en la oscuridad. El chico abrió la puertecilla por la que se
alimentaban las llamas y tiró allí toda su ropa manchada. Sonrió al ver cómo el
fuego consumía las prendas con rapidez, y se quedó allí, sintiendo orgullo de
sí mismo, hasta que no quedó más que ceniza. <<Bien hecho, Javi, bien
hecho>>, se repetía una y otra vez, como si intentara convencerse de que
sus actos habían sido realizados para justificar una nueva manera de hacer
arte, y no por la mera sed de sangre de la parte más oscura de su alma.
Mientras tanto, Diana abría una botella del mejor vino tinto de su reserva.
Cogió una elaborada copa de la cómoda del salón, y vertió con suma elegancia el
vino en ella. Dando sorbos a su bebida preferida, recorrió el pasillo de la
casa en dirección contraria a la que lo había hecho Javier unos minutos antes. Apoyó
brevemente la copa de vino y la cajita
en una pequeña balda que había a modo de adorno en la pared del pasillo,
para poder coger la llave que llevaba colgada del cuello y que abría la última
puerta de la casa. Canturreando una melodía por lo bajo, la mujer recorrió las
estanterías de la gran sala, de estilo rústico, hasta que llegó a una que
estaba casi vacía. Con una sonrisa más marcada aún que antes en su rostro, dejó
la caja de madera allí, y se bebió su copa de vino pensando en los siguientes
pasos que daría próximamente junto a su pupilo.
A la mañana siguiente, a Javier lo despertó el sonido del timbre de su
casa. Sobresaltado, se levantó de la cama, y medio adormilado miró el reloj de
la habitación. <<Dios, la una de la tarde, ¿cómo he podido dormir
tanto?>>. Con la pereza del recién levantado fue lentamente hacia la
puerta del pequeño piso en el que vivía con sus padres. No se sorprendió en
absoluto cuando vio a su amiga Nayara en el rellano. Con un gesto que oscilaba
entre el enfado y la alegría por ver a Javier, sus ojos azules se clavaban en
él de manera inquisitiva, y el muchacho ya sabía lo que iba a decir antes de
que pronunciase palabra alguna.
― ¿Por qué no has ido a clase, idiota?― preguntó la joven enfurruñada.―Los
descansos del café son más aburridos si
no te tengo a ti para darte el coñazo.
Javier no puedo evitar soltar una carcajada ante la incapacidad de su amiga
para enfadarse con él. La entendía bien, ya que él tampoco era capaz de
enfadarse con ella más de diez minutos seguidos. Tantos años juntos,
aguantándose el uno al otro, habían forjado una amistad prácticamente
indisoluble. Y sin embargo, aún había secretos que guardar. <<
¿Entendería ella lo que hago?>>, pensó casi sin darse cuenta el muchacho,
recordando que Diana le había prohibido expresamente involucrar a su amiga en
el asunto.
―Me he quedado dormido, Nay, discúlpame por no avisar. Te compensaré con un
café en mi cocina.―Antes de que hubiese terminado la frase, la joven ya se
estaba sacando el abrigo y acomodándose en el sillón. Nayara era así, rápida,
energética, <<como un huracán>> pensaba muchas veces Javier. Ella
era su mejor amiga, su hermana, el apoyo de su vida. Sólo de pensar que podía
perderla por llegar a ser él mismo, se le ponían los pelos de punta de
verdadero terror.
―No me mientas, Javi. Sé perfectamente que anoche hiciste algo. No sé el
qué exactamente, pero sí sé con quién― dijo Nayara con una sonrisa traviesa.―Has
estado con la chica pelirroja, ¿verdad?―A Javi se le hizo un nudo en la
garganta, sin saber muy bien qué contestar.―Venga, hombre, cuéntame ya qué has
hecho con Diana, tengo ganas de marujear.
― ¿Y tú cómo sabes que se llama Diana? No habrás estado cotilleando el
móvil, que nos conocemos, ―respondió Javi, sin darse cuenta de que una mirada
sombría pasaba momentáneamente por el rostro de su amiga.
― ¿Eh? ¡Pues claro que te lo he mirado en el móvil, idiota! Pero venga,
vamos a dejarnos de tonterías y prepárate para unas magistrales clases de
Historia Antigua, que no voy a permitir que te retrases en las clases, ―contestó
Nayara rápidamente, cambiando de tema de conversación a lo brusco. Javier no le
dio más importancia al asunto, y se centró en las explicaciones de su amiga, él
tampoco quería correr el riesgo de suspender y perder la beca que le habían
concedido en la Universidad.
Después de unas horas de estudio intenso y una comida entre risas y
cotilleos, Javier acudió a casa de Diana, como casi todas las tardes. Esta vez
la mujer le había pedido que fuese un poco antes que de costumbre, y que
acudiese con ropa oscura y elegante. Mientras el muchacho avanzaba por las
sinuosas calles de su barrio, bajo un manto de oscuras nubes, se preguntaba
cuál sería la lección de hoy, y se retorcía de impaciencia por saber si le
daría luz verde para empezar a coleccionar con ella. Media hora más tarde, el
muchacho cruzaba la última calle antes de llegar al portal de Diana. Al
contrario que otras veces, ella ya estaba en la calle, vestida con un largo y
elegante abrigo negro, que sólo dejaba ver unos finos tacones de aguja.
―Esta tarde tenemos un compromiso, querido mío, ―le dijo nada más verle.―Puede
que la lección de hoy sea la más valiosa y…divertida.―Javier notaba cómo ella
se retorcía de puro placer por dentro al pronunciar esas palabras. No sabía a
dónde lo iba a llevar, pero seguro que le gustaba. Diana nunca decepcionaba,
nunca, y estuvo totalmente seguro cuando vio aparecer una gran limusina negra
al doblar la esquina. Su mentora le guiñó un ojo, con la intención de
provocar en su pupilo la curiosidad que a ella tanto le gustaba. Aquel guiño y
esa media sonrisa que siempre lo dejaba colgando al borde de su propio abismo
fue todo lo que necesitó el joven para subirse al automóvil sin pensárselo dos
veces.
Apenas había pasado media hora cuando llegaron a su destino. Javier, que
había estado sumido en sus pensamientos todo el trayecto, no se había dado
cuenta de a dónde lo llevaba su admirada maestra. Lo primero que vio al bajar
del coche fue el coche fúnebre: un monovolumen negro con la parte trasera
alargada estaba aparcado delante de una elaborada verja de hierro forjado.
<<Estamos en el cementerio. Esto se pone interesante>>.
― ¿Sorprendido?―le preguntó Diana pasándose la lengua por sus carnosos
labios.
―La verdad es que no me lo esperaba, ―contestó el aprendiz con prudencia, ―pero
no ha sido el lugar más raro al que me has llevado.
―Eso es verdad, ―dijo la mujer con una sonrisa picarona mientras evaluaba
con detalle las reacciones del chico.
Sin más dilaciones, ambos cruzaron la verja del imponente cementerio.
Recorrieron durante unos minutos la senda que atravesaba el camposanto de lado
y lado, pasando por las tumbas más lujosas y más bellas. Javier supo que habían
llegado a su destino cuando sus ojos se posaron en un grupo bastante numeroso
de gente vestida de negro, que observaba con la cabeza baja y el semblante serio
cómo un lujoso ataúd de madera descendía lentamente a las profundidades de la
tierra.
―Ahora es cuando me explicas qué hacemos aquí, en un entierro.
―Silencio, querido mío. Tu tarea de hoy va a ser observar y deleitarte, ―le
explicó Diana. ―Quiero que te fijes en sus rostros, en sus ojos, en sus gestos.
Quiero que saborees la amargura de sus lágrimas y el dolor de sus corazones.
Esto es el culmen de todo nuestro trabajo, de nuestro fuego, de nuestro
esfuerzo. Esto es arte, Javier, la consecuencia más placentera y más duradera
de nuestra obra.
Mientras hablaba, al muchacho se le abrían cada vez más los ojos, y
sentía ese furor recorriéndole todo el cuerpo. Su ansia, su curiosidad y sus
ganas de llegar a ser su “yo” pleno se veían alimentadas por el énfasis y la
pasión que Diana ponía en sus palabras,
con esos ojos verdes brillando de entusiasmo. Su maestra se quedó
entonces en silencio, observando la escena, mientras jugaba con los mechones
delanteros de su melena pelirroja. Javier hizo lo propio, y se dio cuenta de
que había ciertos rostros entre la multitud que le resultaban familiares.
<<Ha dado el paso. El éxito está por llegar>>, pensó el muchacho al
darse cuenta de que una de las mujeres de la fila más cercana a la tumba era la
alcaldesa de la ciudad. La expresión de su rostro fue tan obvia que Diana le
dirigió una mirada de triunfo y regocijo.
―Tenía unas manos preciosas. Y como ya puedes observar, hay que estar
dispuesto a hacerlo todo por el arte, ―la mujer hizo una pausa y lo miró
fijamente, como si quisiera entrar en su mente. ―Y dime, ¿tú estás dispuesto a
todo, Javier?― Él no se atrevió a contestar. Lo único que pudo hacer fue tragar
saliva y asentir levemente con la cabeza, con un gesto débil pero sincero,
esperando que a su mentora le bastase con eso de momento.
Horas después, el muchacho llegó a su casa, agotado y ansioso a la vez.
Esta noche estaba solo, ya que sus padres habían ido a la casa del pueblo a
hacerles una visita a unos familiares, y estarían fuera hasta la noche
siguiente. Javier se quitó el abrigo y se tumbó en el sofá para relajarse un
poco viendo cualquier tontería en la televisión. No dejaba de darle vueltas a
lo que había visto esta tarde, y sobre todo a aquella pregunta que le había
lanzado su maestra a modo de reto, y que estaba pesando más en él que toda la
tierra que echaron los enterradores sobre el ataúd de la sobrina de la
alcaldesa. El sonido de unos pasos sobre la madera desgastada del apartamento
lo sacó de sus pensamientos. Instintivamente, sus músculos se pusieron en tensión,
y mano derecha se aferró al cuchillo que llevaba escondido en la pernera del
pantalón. Observó todos los rincones de la sala, escudriñando la oscuridad del
pasillo, preparado para saltar en cualquier momento.
―Hola, Javier- y sus músculos se relajaron al instante al ver a Nayara
apoyada con desparpajo en la puerta del salón. ―Espero no haberte asustado, ―dijo
con una mirada juguetona. Llevaba puesto uno de sus muchos vestidos negros, ese
que le quedaba tan bien y que al muchacho le gustaba tanto. La muchacha se
acercó lentamente hacia el sofá, con su sonrisa enérgica habitual en el rostro.
―Por Dios santo, Nay, casi me matas del susto, ―ambos se rieron tontamente
ante la situación. Sin embargo Javier sentía que algo no iba bien, lo notaba en
la tensión del ambiente. << ¿Cómo ha entrado en casa?>>
<<Quizás le haya pasado algo>>. Antes de que pudiese preguntarle
nada a su amiga, la muchacha morena avanzó rápidamente hacia él y lo abrazó de
una manera un tanto brusca, temblando. Javier no sabía muy bien cómo
reaccionar, ya que las muestras efusivas de cariño no eran algo propio de ella.
―Javier, yo… Tengo que confesarte algo y ya no aguanto más, ―dijo Nayara
clavando sus ojos azules en los de su amigo. ―Somos amigos desde hace mucho y
eres un persona importantísima para mí, ―le decía mientras lo empujaba
suavemente hasta el sofá, de manera que Javier no tuvo más remedio que
sentarse. ―Pero creo que ambos sabemos que aquí hay algo más…
El muchacho no sabía qué hacer. Estaba totalmente embelesado por esos dos
ojos azules, y simplemente se dejó llevar. Su amiga se sentó encima de sus
rodillas, y acercó lentamente sus labios a los del muchacho. Las respiraciones
de ambos se agitaron levemente ante la expectación de algo nuevo en su
relación. Justo cuando sus labios estaban a punto de tocarse, Nayara levantó
los ojos y los clavó en los de él. Javier se dio cuenta entonces que había
caído en la trampa, y que ya era demasiado tarde como para salir de ella.
―Perdóname. ―Y acto seguido Nayara besó con pasión sus labios, mientras la
sangre de la primera cuchillada salpicaba la ropa de ambos. El rostro del
muchacho se contorsionó en una mueca de sorpresa y dolor, mientras escuchaba
cómo su amiga gemía de puro placer con la segunda embestida. Y luego otra, y
después otra más, y lo único que Javier percibía era la facilidad con la que el
cuchillo entraba y salía una y otra vez de su cuerpo.
Al final, invadido por el sentimiento de traición, lo único que pudo ver
era la sonrisa de Nayara, rodeada de sangre, jadeante y todavía con el cuchillo
en la mano. Antes de cerrar los ojos, la silueta de su maestra se desdibujó a
través de la puerta del salón, y entonces todo cobró sentido para él.
Comprendió que él y su amiga habían sido rivales todo este tiempo sin saberlo,
ocultándose su verdadero ser el uno al otro, como dos idiotas. Comprendió que
la que había estado dispuesta a todo había sido Nayara y no él. Comprendió
entonces que ambos sólo habían sido peones detrás de una vitrina, a la espera
de que la reina decidiese sus destinos en aquel peligroso juego.
Y a Javier le había tocado perder.