sábado, 27 de abril de 2013

El canto de las olas, continuación.

         Halia había estado trabajando toda la mañana ayudando a su madre y a sus dos hermanas en el huerto primero y más tarde en los establos, cuando el sol estaba ya alto y no se podía trabajar bajo él sin que alguien sufriese un desmayo por el calor y el esfuerzo. La muchacha trabajaba duramente, como todos los miembros de la familia. En la casa eran siete: ella, sus dos hermanas mayores que además eran gemelas, su padre, su madre, su tío y la mujer de éste, que se habían ido a vivir allí cuando su casa se quemó por un incendio al caerle un rayo. Tanto su madre Yarai, como su tía Dalía estaban embarazadas, aunque de pocos meses. Había que trabajar duro porque sabían que pronto habría dos bocas más que alimentar. Este año, por suerte, la cosecha iba bien, puesto que aunque el invierno había sido duro, la primavera había sido próspera, y el verano no estaba siendo para nada duro.
        Halia terminó de lavarse para acabar de preparar la comida. Al terminar de comer, toda la familia se fue a descansar un poco antes de continuar con el trabajo en la granja. La joven se retiró a su cuarto a coser su malgastada capa para el invierno siguiente.Sin embargo, dejó pronto su quehacer, que le aburría soberanamente, y decidió ir a sentarse un rato a la sombra del viejo roble. El árbol llevaba ahí unos cien años por lo menos, casi en el límite del bosque. Tenía ya el tronco retorcido, pero Halia sospechaba que seguiría ahí cuando ella fuese vieja. Se apoyó contra el tronco y se puso a hacer un ramillete de flores para ponerlo en su rincón. Estaba colocando las margaritas cuando de pronto escuchó un sonido muy extraño parecido al canto de un cuervo, procedente del interior del bosque. La bella muchacha se dirigió hasta el límite, y atraída por el extraño sonido se adentró en el bosque. Por encima de su cabeza pasó velozmente un pájaro negro. Halia pensó que era un cuervo, pero cuando se posó delante de ella observó que no. Era mucho más grande, y tenía reflejos dorados en sus plumas. Su pico era blanco, y sus ojos, extrañamente penetrantes, de un color verde esmeralda. Ella no había visto un ave así en toda su vida, a pesar de conocer bien todas las especies que merodeaban por aquellos lares. El ave se puso a dar saltitos, hacia el interior del bosque, mirando atrás, como queriendo que la muchacha lo siguiera. Halia caminó un trecho bastante largo, hasta que el pájaro se posó en un muro de piedra prácticamente desecho, cubierto por zarzas y enredaderas. Pegado a él, había un montículo que se extendía en perpendicular al muro, todo cubierto de maleza. Ella sintió curiosidad y quitó algunas de las enredaderas que tenía más cerca, descubriendo lo que parecía una columna  pegada a otro muro de piedra. Siguió quitando maleza y destapó una especie de entrada con un símbolo en la parte superior, un triángulo boca abajo con algo que Halia no podía distinguir bien. Lo frotó con la manga y observó que ella conocía aquel símbolo porque su madre lo llevaba al cuello día sí y día también: era un trisquel. Una sensación extraña le recorrió el cuerpo, y volvió a sentir ese frío que de sobra conocía y que despertaba tanta inquietud en ella.
         Mirando al cielo, la joven descubrió que estaba a punto de anochecer, y corriendo, volvió a su casa rápidamente atemorizada por el castigo inminente que se le echaba encima por haber estaba toda la tarde fuera y no haber cumplido con sus tareas.

1 comentario:

  1. Oh, me está entrando mucha curiosidad por saber lo que se está pasando por esa cabecita tuya... Espero que puedas seguir pronto, aunque bien sé que estás tan atareada como yo...
    Un frío beso.

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